viernes, 6 de noviembre de 2009

Derecho a la Ciudad por Quetglas


El Derecho a la Ciudad

La creciente urbanización exige, para el autor, un marco jurídico nuevo que oriente las políticas públicas y las obligaciones individuales en busca de una mejor calidad de vida. Cómo garantizar que las ciudades sean un ámbito de disfrute y protección de los ciudadanos.


Por Fabio Quetglas (*)

El 92% de los argentinos vivimos en ciudades. Argentina es un país decididamente urbano y urbanizado muy temprana y aceleradamente. Ahora mismo el mundo es crecientemente urbano; la tendencia de organización territorial más extendida a escala planetaria es la urbanización: cada día que pasa más gente vive en las ciudades, estas son en alguna zona del planeta refugio de migrantes rurales perseguidos por la pobreza, en otras destinos de desahuciados transnacionales en busca de un horizonte, en otras espacio de desplazados del autoritarismo político o de la marginación racial e incluso la urbanización se acelera allí donde zonas rurales emergen como destino deseado de inversiones para las cuales las personas son “una dificultad” (es claro el caso de la explotaciones mineras en África).

Todo ello sin añadir que la dinámica de agregación de valor económico de los bienes sofisticados que –para bien o para mal– son crecientemente demandados en el contexto de nuestra civilización de consumo “no suficientemente crítico”, se conciben, se ensayan, se diseñan, se producen, y se distribuyen en y desde ciudades (o espacios urbano-regionales).

La urbanización creciente como “hábitat hegemónico” no ha sido sino la respuesta territorial, al cambio de paradigma tecnológico-productivo que implico la industrialización. Las metrópolis fueron consecuencia y al mismo tiempo dieron marco al soporte cultural de la sociedad industrial, si por ella entendemos algo más que una sociedad con industrias.

A la tendencia urbanizante, se añaden otras dos consideraciones no menores: a) la aceleración de los parámetros de movilidad humana –entre ciudades–, estimulada por la abundancia de información, por una economía crecientemente integrada, por la multiplicación de medios materiales, etc.; que transforman a las ciudades en “nodos” de espacios que la exceden, en verdaderos links; y b) la creciente importancia económica dada por factores “locales” a la hora de establecer diferenciales de competitividad.

Estas dos tendencias de existencia precedente, se han incrementado en el contexto de la nueva revolución económica informacional. Contexto en el que se vive la paradoja de la deslocalización/ desterritorialización como posibilidad, frente a procesos crecientes y complejos de aglomeración y concentración urbana como concreción.

Ahora bien, de la organización, las infraestructuras y la calidad de los servicios públicos de las Ciudades –entre otras cosas– depende nuestra calidad de vida, y paradojalmente también la calidad y expectativa vital de aquellos espacios no urbanos impactados por la organización urbana (hoy casi todo el globo); remarcando el carácter sistémico de la organización territorial y la centralidad urbana de los procesos de desarrollo.

La “calidad de vida” es una expresión que sintetiza de algún modo una cuestión aspiracional: vivir en un entorno que facilite nuestro desarrollo como personas, como ciudadanos. Obviamente se trata de una expresión simplificadora y ambigua, pero por detrás de ella y en soporte de su cumplimiento están los derechos constitucionales de cualquier generación. No es siquiera imaginable la idea de “calidad de vida” disociada de un estatus jurídico de mínima.

A pesar de tal obviedad, sigue siendo posible (y ocurre sistemáticamente), que las ciudades no sólo crezcan (o desaparezcan) de un modo anárquico e incontrolado; sino que aún en las propias intervenciones estatales las cuestiones de entorno urbano se soslayen muchas veces desde el desconocimiento, otras desde la desaprensión.

Como ejemplos sencillos: asistimos a trazados de rutas nacionales que cortan a las ciudades en dos (cuando el costo adicional de circunvalarla hubiera sido mínimo), a inauguraciones de barrios de vivienda pública sin servicios, o a la instalación de viviendas realmente muy alejadas de las zonas urbanas dinámicas sin previsión sobre transporte público y movilidad, a la construcción de edificios públicos inaccesibles, etc. Como bien señala Antonio Muñoz Molina (diario El País 22.08.09; Sección Babelia pág 7), lamentablemente aún en la civilización de las ciudades, puede haber ciudades sin civilización.

Las razones de un comportamiento tan extendido es un conjunto de motivos que van desde el desconocimiento, las tensiones de mercado, la corrupción lisa y llana, e incluso la naturalización de modos de vida insostenibles bajo variopintos discursos legitimantes; pero sobre todo la tendencia a segmentar la reflexión sobre ciudades, políticas públicas, gestión del territorio y modelo económico.

Nuestras ciudades son una epidermis de procesos profundos, no escapan –ni pueden hacerlo-, a ser el reflejo de un estadio de desarrollo si por tal se entiende la conjunción del conjunto de capacidades sociales endógenas y el nivel de construcción de ciudadanía que la sociedad se ha autogenerado como umbral.

En el caso argentino hay al menos tres razones que tensan la relación de los ciudadanos con las ciudades, y que son demostrativos de las insuficiencias en materia de desarrollo en clave democrática: a) la excesiva –y excesivamente tolerada– especulación inmobiliaria que contribuye a la expansión irracional de las ciudades; y obviamente como idéntico nombre de lo mismo la casi nula política de suelo público; b) la inexplicable confianza ciega en las “obras”, desatendiendo la componente social e integradora que la ciudad les debe a sus ciudadanos, y c) la debilidad (organizacional y fiscal) de los gobiernos locales a la hora de constituirse sujeto constructor de Ciudades, postergando lo urbano como materia política a un lugar marginal de la agenda pública y en muchos casos quitándole su potencial ideológico.

Ahora bien, resulta que la condición de las ciudades no es algo sin consecuencias jurídicas. Todo lo contrario: la oferta urbana en sentido amplio, es muchas veces la forma que asume la materialización o no de los derechos: ¿a dónde queda el derecho a transitar para un niño en una ciudad que no contemple la condición de los mismos?, ¿cómo ejercitar el derecho de reunión en ciudades con limitadísimos espacios públicos?, y ¿qué sucede con la libertad de tránsito en las ciudades aisladas, sin servicios públicos que la vinculen a sus vecinas?, ¿es digna una vivienda cuya localización obliga a sus habitantes a traslados de 2 horas desde sus lugares de trabajo? etc.
Dichos temas ni siquiera integran el debate público de las metrópolis argentinas y es posible hacer política en nuestras grandes ciudades sin hablar ni de transporte público, ni de vivienda pública, ni de residuos urbanos, ni de vanguardias culturales, etc.

Probablemente fruto de una herencia positivista exagerada, existe una tendencia muy sesgada a lo que podríamos denominar una visión “desterritorializada” del derecho y de la política.

Es así que la fraseología contenida en muchas disposiciones normativas de cualquier orden, se transforman en sonidos irrelevantes cuando se intenta verificar su cumplimiento en el entorno urbano. Sencillamente en muchos casos la ciudad está concebida como una obra que impide la concreción de aquel mínimo estatus jurídico que señalamos arriba.

En la tradición jurídica argentina, ni jueces ni legisladores ni administradores públicos, han puesto en un lugar de relevancia las relaciones entre la gestión territorial, los emergentes urbanos y las disposiciones jurídicas.

En el mejor de los casos, las cuestiones de este tipo han adquirido una cierta notoriedad por los conflictos ambientales en un sentido “muy estricto”. Pero sucede, que la estructura urbana limita o posibilita el cumplimiento efectivo de derechos (en un sentido restringido) y en suma es escenario de una vida ciudadana calificada o generadora de “modos de vida” impropios de una sociedad de ciudadanos (en sentido amplio).

Sin embargo; existe en la actualidad en el mundo, una tendencia muy generalizada en administraciones públicas y movimientos sociales, a la incorporación de temas vinculados a la relación espacialidad-derechos: Brasil ha creado hace algunos años el Ministerio de la Ciudad como esfuerzo federal por ciudades mejor organizadas, en España las 7 áreas metropolitanas han sido objeto de tratamiento calificado, en Italia el movimiento “cittáslow” (ciudades del buen vivir) lucha por sostener la calidad de vida en pequeñas localidades, en Francia el Estado viene haciendo esfuerzos decididos por mantener la calidad de los servicios públicos en todo el territorio y para ello ha impulsado la formación de consorcios de ciudades, en la convulsa Colombia los últimos años han sido testigos de potentes transformaciones urbanas, para no hablar de la transformación aún no del todo ponderada en Occidente de las ciudades chinas o el caso excéntrico (pero bien relevante) de Dubai, y el enorme esfuerzo de Obama para luchar contra el estado de situación de la oferta urbana norteamericana insostenible, etc.

Desarrollo, ciudad y derechos. La condición ciudadana, además de un conjunto de derechos, implica una pertenencia. Ser ciudadano (básicamente, ya que es un concepto históricamente mutable) es asumir la relación del individuo con el poder colectivo desde un prisma de tres dimensiones: ser reconocido cono sujeto de derecho, y al mismo tiempo reconocerse fuente de legitimidad del poder y subordinado al mismo en tanto legítimo.

Esta perspectiva de la ciudadanía compite con otras figuras de la pertenencia colectiva del individuo (ser consumidor, ser cliente, ser usuario, ser beneficiario, ser contribuyente, etc.).

El ejercicio de la ciudadanía es siempre proclamado y pocas veces analizado, se trata en un esfuerzo sustantivo que debería promoverse en clave de búsqueda de la calidad democrática y que compite de un modo desigual con la promoción irrestricta de las otras condiciones de pertenencia facilitadas por las vías más diversas.

La ciudadanía como vínculo no es un ejercicio declamativo y es dificultoso en sociedades complejas y segmentadas. Tanto como existen y están tan estudiadas las “barreras a la entrada” al mercado, correspondería hacer un estudio más exhaustivo de las condicionantes al ejercicio de la ciudadanía, y en especial nos interesan las condicionantes urbanas, algunas de ellas popularmente conocidas como las restricciones al empleo de las personas domiciliadas en barrios de emergencia estigmatizadas por la falta de numeración de sus casas, otras menos reconocidas como quienes directamente se ven desalentados del mercado de trabajo por la distancia física sin medios de transporte adecuados.

Por tanto, de la falta de ciudadanía de ejercicio se pasa a la falta de ciudadanía como pertenencia. Es muy difícil sentirse parte de un mismo espacio si: a) o bien no se asume la construcción de entorno como un hecho político de primer orden, o b) a las diferencias de ingreso y posibilidades, el Estado añade un tratamiento diferencialmente negativo a los espacios sobre los que su acción debería dirigirse en sentido contrario.

Es demasiado usual en América Latina, una versión de las intervenciones públicas urbanas de redistribución a favor de los más favorecidos.

Si bien parecería utópico en nuestro estado civilizatorio pensar en “ciudades igualitarias”, no deja de ser una deuda social, permitir o (quizás inconscientemente) fomentar un modelo de acción pública que refleja en la ciudad el desprecio por la posibilidad de ejercicio de los derechos ciudadanos de una mayoría de la población. Los barrios sin servicios públicos esenciales, sin equipamientos, o simplemente aislados no son más que el síntoma de un proceso.

Hay una relación estrecha entre desarrollo, ciudad y ciudadanía que es necesario reconstruir (sin que ello implique ninguna lectura fuera de lugar, respecto de los derechos ciudadanos de los habitantes de zonas rurales).

En el espacio urbano y en el marco de determinado “entorno de capacidades”, el ejercicio de la ciudadanía requiere de una decisión consciente de “hacer ciudad”, en el sentido amplio del término: la construcción de un lugar que es la vez hábitat y espacio de desarrollo económico, que permite y facilita el encuentro, que habilita la producción, la reproducción, la recreación y que dota de sentido la vida gregaria, que estimula la oferta cultural, que permite a las personas asociarse, manifestarse, etc. Y que ello pueda ser extensivo a todos los ciudadanos, evitando que las (siempre existentes) tendencias disgregadoras no se impongan a la razonabilidad de darle sustento material adecuado al cumplimiento de las promesas declarativas que las cartas jurídicas insisten en atribuir recurrentemente a: “Todos los ciudadanos…”. El igualitarismo de la expresión (“Todos...) se choca con demasiados límites, en el caso latinoamericano, una enorme cantidad de ellos derivados de la ausencia de reflexión sobre modelo de desarrollo y soporte urbano o modelo de ciudad y soporte económico de la misma.

Y en la ciudad se reflejan también las tensiones típicas de la “teoría del desarrollo” (producir/ preservar, corto plazo/ largo plazo, competir, cooperar) y así aún en ciudades sin el tendido de la red de agua concluido, vemos que mientras algunos activos urbanos de la “ciudad oficial” han conseguido a lo largo del tiempo –en hora buena– protección jurídica (el patrimonio, el carácter de los barrios, el cuidado por las morfologías, etc.); la “ciudad que no queremos ver” no ha conseguido en sí misma imponerse en la agenda pública; generalmente es tratada como una patología y aún conviven en nuestra sociedad pulsiones de expulsión y otras calamidades. Mientras “retiramos” del mercado para preservar sectores urbanos que hacen a nuestra memoria e identidad ni siquiera logramos hacer una incorporación mercadista razonable de otros sectores –a veces adyacentes–.

Una vía para intentar incidir desde el derecho. Por eso es necesario pensar y construir el “derecho a la ciudad”, como síntesis de modos de vida colectivos, plurales, diversos y a la vez integrados; y como un intento de contribuir a concebir un modelo de desarrollo de las mismas características. Modos de vida que protegen la intimidad y la sociabilidad, en equilibrio. Un sujeto pleno de derechos necesita para su realización de ambas esferas: la pública y la privada, tanto como de espacios difusos que hacen a su riqueza de relaciones.

El “derecho a la ciudad”, a su disfrute y a gozar de su protección, como derecho a un espacio de pertenencia, de cohesión y civilización; es el correlato de la obligación estatal (y social) de “hacer ciudad”; cuyas implicancias son múltiples (desde autorizar o no la existencia de urbanizaciones cerradas, garantizar los servicios públicos, instalar equipamientos estatales de manera razonablemente equilibrada, fomentar la convivencia, hasta calificar los centros históricos, etc.).
Grandes “pensadores urbanos” usan cada vez más el giro (ver el excelente relato socio-histórico de David Harvey, recuperando la expresión de Henri Lefebvre: cafedelasciudades.com.ar; aunque en ese caso su uso está construido en una clave más analítica que operativa; se habla del “Derecho a la Ciudad” como expresión de un modelo, como un horizonte de actuación del urbanismo.

Sin embargo tales apreciaciones de Harvey (y por supuesto las hechas en idéntico sentido por Milton Santos, Peter Hall, Jordi Borja, Oriol Bohigas, Jaime Lerner, etc; y en Argentina: Maristella Svampa, Eduardo Reese, Claudio Tecco, José Luis Coraggio, etc), nos sirven de soporte, al colocar a la ciudad como condicionante y resultante tanto de la acción pública como del ejercicio de la ciudadanía; y como espacio en el que viven en tensión una perspectiva de primacía mercadista (orientando el uso de del espacio exclusivamente a un criterio de funcionalidad económica) y otra perspectiva de primacía ciudadana (sin menoscabo de las necesidades económicas, orientar la gestión del espacio a la efectiva realización de una vida colectiva de pleno ejercicio de derechos).

Y allí está el centro de la cuestión: la ciudad es objeto de perspectivas ideológicas; pero en cualquier caso el límite que nuestro derecho debe establecer a tales perspectivas es que la misma debe “tender a…” o “facilitar” el modelo de ciudadanía que explícitamente se reconoce, de lo contrario y por vía del absurdo sería como suponer que los mismos son materializables en otros mundos o en ciudades imaginarias.

O impulsamos un movimiento por el que la ciudad se organiza en dicho sentido o corresponde la revisión de nuestro sistema de derechos y garantías; por tanto hay que construir las ciudades que nos permitan ejercer los derechos, no se trata de una utopía sino de una conciencia cívica y de una concepción del desarrollo menos apegada a los fetiches (como las obras) y más relacionado con las capacidades que las sociedades pueden darse a sí misma desde su organización, su conciencia de sí mismas y la calidad de sus interacciones.

De ambas opciones, por supuesto preferimos instalar en el debate y en lenguaje usual de los decisores públicos, el giro “derecho a la ciudad”; es el desafío que asumimos. Como en su momento se fueron incorporando otros conceptos hoy usuales, o fueron emergiendo con cada vez mayor claridad, en medio de consideraciones previas que ocultaban o ensombrecían su existencia. Así vimos en los últimos años enriquecerse el mundo del derecho con expresiones que implican obligaciones muy concretas a cargo del Estado en materia de: perspectiva de género, niñez, sostenibilidad, etc.

Sin dudas, incorporar una visión al derecho implica una tensión; pero debemos asumirla. Más allá de nuestra preferencia por una visión constructiva de la vida pública, nunca dimos por sentado que un nuevo estatus jurídico o el desarrollo como norte, implicarán escenarios exentos de conflictos.

El sentido tanto de los avances que significo incorporar nuevas “voces y conceptos” al lenguaje usual del derecho como las tensiones que hay que sortear, no son más que consecuencias de un sendero a transitar, en el cual “el derecho a la ciudad” debe constituirse en la referencia jurídica a un entorno donde se vea facilitada la realización de la ciudadanía.

“El derecho a la ciudad” no debe confundirse (simplificadoramente) en un decálogo taxativo de acciones a cargo del Estado, ante la pluralidad de alternativas y formas de vida urbana, ante las diferentes tipologías y escalas de Ciudad, etc; en cambio debe concebirse como un prisma jurídico, de los tantos que nuestra tradición ha generado y que permiten una aplicación dinámica, creativa y a la vez previsible del derecho (por ej; la prudencia de un buen padre de familia o la diligencia de un hombre de negocios, etc.).

Pero en cualquier caso, su construcción debería contribuir a cuatro causas nobles: a) reinstalar a la ciudad en el debate de los derechos, y por tanto contribuir a poner en tierra una cantidad de enumeraciones jurídicas de distinto tipo, que de lo contrario constituyen sólo anhelos. b) Intentar evitar que nuestras ciudades cambien la agenda de la inclusión ciudadana y “hacer ciudad” por la del miedo y “hacer muros”. La ciudad de todos, la ciudad de la mezcla y la diversidad debe volver a recuperar protagonismo como reflejo de la lucha por una sociedad cohesionada. c) La tercera cuestión es evitar la exageración irracional de la tensión natural hábitat-plataforma económica.
Buenas ciudades, de calidad de vida extendida; son al mismo tiempo amables y competitivas.

No es verdad ni que la competitividad económica requiera de la subordinación de los derechos ciudadanos, ni que una ciudad cualificada impida el desarrollo económico. d) En línea con esto último: el concepto de “derecho a la ciudad” debería contribuir a la integración sinérgica de modos de vida diferente.

La “perspectiva ghetto” (que lamentablemente tanto se ha extendido) no sólo es reflejo de la segmentación social, de soluciones privadas ante un Estado débil, de una cuota de insolidaridad o incluso de cierta banalización de las respuestas sociales a los problemas; sino que materializa guetos sociales preexistentes... y empieza a ser creciente la “idea” (para nada novedosa) de “aislar al diferente”.

En sentido contrario aquella integración de los diferentes es una apuesta a la convivencialidad, a las normas (y su revisión), a la lucha contra los prejuicios.

Necesitamos instalar el debate e incorporar a nuestra perspectiva jurídica el derecho al ejercicio de modos de vida, complejos pero enriquecedores e integradores; contrario a la idea de eliminación del espacio público, o la guetización.

Así como otros derechos difusos (por ejemplo: “un ambiente sano”) fueron ganando espacio en la construcción jurídica, del mismo modo el derecho a la convivencialidad plural debe hacerlo, porque es parte de nuestro activo como civilización y fuente de riqueza y realización. Como sostienen Jordi Borja y Manuel Castells (“Local y Global”, Ed. Taurus. Madrid 1996), es evidente que existe una relación creciente entre innovación y agregación de valor económico; en la sociedad del conocimiento pesa más la capacidad de innovar que los activos físicos a la hora de generar riqueza; y dicha capacidad de innovación es función de un sinnúmero de antecedentes, pero sin duda se encuentra alentada en un contexto de interacciones, de estímulos, respecto de los cuales la ciudad es una plataforma la mayoría de las veces inexcusable (Castells en “La Era de la Información” sostiene enfáticamente que la innovación postindustrial es un “hecho metropolitano”).

Es la ciudad, la que alienta el intercambio, permite la diferencia, ofrece refugio al pensamiento transgresor. La innovación –muchas veces disruptiva– debe permitir hurgar los límites, búsquedas audaces, opciones productivas nuevas, comerciales, artísticas. La ciudad como espacio de “más que tolerancia”.

Ya no se trata de “tolerar al diferente” sino de crear ciudades donde podamos “aprender y enriquecernos del diferente”. ¿Dónde sino en la Ciudad puede ejercerse el “derecho a la diferencia”? Sin ciudades de ciudadanos y remitiendo a espacios de “iguales y uniformes” el ejercicio del reconocimiento, la aceptación, y la integración, quedan mutilados.

Desde el “derecho a la ciudad” es desde donde debemos pensar el urbanismo, las consecuencias de la especulación inmobiliaria, las inversiones públicas, el financiamiento de los gobiernos locales y su capacidad de intervención y prestación de servicios, la ciudad como ámbito económico, la participación política en ámbitos metropolitanos, el financiamiento al cuidado ambiental, etc.
Resultaría alentador, que poco a poco y en nombre de esta perspectiva genérica, se use crecientemente “El derecho a la ciudad” para estimular cierto tipo de intervenciones públicas, para rectificar otras, para limitar actuaciones privadas, para orientar acciones sociales, etc.

Es legítimo decir, como ya lo dicen muchos fallos en el derecho comparado: “Todos los ciudadanos tienen derecho a un entorno que permita la realización de los mismos”.

La incorporación del “derecho a la ciudad” en el lenguaje jurídico a su vez puede generar, en el tiempo, tres externalidades positivas: a) pensar más y mejor nuestras ciudades, b) fortalecer los gobiernos de proximidad en torno a las actuaciones necesarias para lograr mejores ciudades, c) reequilibrar nuestro sistema político-fiscal.

Sin una contracara de derechos, las acciones de las administraciones públicas en la ciudad, emergen como “mera gestión”, en cambio es razonable y deseable que las inversiones y gestiones sobre el territorio se analicen como la respuesta a un derecho preexistente, que debe ser satisfecho y que por lo demás también genera, naturalmente, sobre ciudadanos y grupos asociativos responsabilidades. El “derecho a la ciudad” está en la base de una sociedad que se diseña y se piensa; por tanto alejada tanto del fatalismo insuperable como del utopismo de los derechos en abstracto.

*Investigador y especialista en teoría del Desarrollo y gobernabilidad urbana.

Fuente: Revista Noticias 16/10/2009.

No hay comentarios.: