En defensa de la participación
ciudadana
Al impedir las consultas públicas en
temas clave, la Constitución limita a la democracia y socava el poder de la
reflexión colectiva
Por Roberto Garagarella (*)
9/11/2016. La opinión pública internacional se ha visto conmovida, recientemente, por apelaciones a la voluntad popular en consultas públicas que han producido resultados inesperados (pensemos en los casos de los recientes plebiscitos en Gran Bretaña o en Colombia). En nuestro país, en cambio, el artículo 39 de a Constitución prohíbe expresamente este tipo de consultas, impide que sean "objeto de iniciativa popular los proyectos referidos a reforma constitucional, tratados internacionales, tributos, presupuesto y materia penal".
Contra dicho criterio, creo que los
asuntos de interés público deben quedar sujetos a procesos de reflexión colectiva.
El básico principio democrático de "una persona, un voto" sugiere la idea de que todos estamos en igualdad de condiciones para tratar sobre los asuntos básicos de nuestra vida en común. Si alguno quisiera sostener, como alguna vez se sostuvo, que ciertos grupos (las mujeres, los afroamericanos, los analfabetos) no deben votar, debe argumentar frente a una enorme presunción en su contra; y lo mismo quienes sostengan, como todavía se sostiene, que ciertos temas no deben ser objeto de la reflexión y decisión colectivas. Esta última es la postura actual de nuestra Constitución pero: ¿cómo y por qué defender algo así?
Durante la Convención Constituyente de 1994, los argumentos que se dieron a favor de dichas restricciones temáticas fueron muy débiles. Raúl Alfonsín defendió la postura mayoritaria al sostener, en esencia, lo siguiente: "Aquí se ha criticado esta posición, que es fruto de nuestra prudencia. No queremos consultas vinculadas con lo penal, porque en un arrebato de la opinión pública podemos llegar a establecer, por ejemplo, la pena de muerte por un delito. Tratada esta cuestión de manera particular por los medios de difusión, podría llevar de pronto, en una explosión de la sociedad, a tolerar o permitir una deformación de esta magnitud".
Contra lo
alegado por Alfonsín, cabría decir, en primer lugar, que esta extendida postura
muestra una desconfianza tal sobre las capacidades de la ciudadanía que llevan
a que uno se pregunte para qué tener entonces un sistema democrático, si es que
se asume que la ciudadanía es tan fácilmente manipulable por la prensa. Y en
todo caso, si fuera cierto que los medios son tan exitosamente manipuladores de
la opinión pública, el control debería estar sobre los medios, no sobre el
pueblo.
Alguien podría decir: "Impedimos que se vote sobre ciertos asuntos, porque queremos minimizar los riesgos de violaciones de derechos". Éste sería, finalmente, el sentido de adoptar una democracia representativa. Sin embargo, el argumento es difícil de entender, porque conocemos legislaturas que han aprobado la discriminación racial o la pena de muerte (por citar sólo una, la legislatura de Texas), o cortes supremas que han sostenido la constitucionalidad de la esclavitud, de la pena de muerte, o de la criminalización de la homosexualidad (por caso, la Corte Suprema norteamericana), pero las prohibiciones se quieren establecer sobre la ciudadanía, y no sobre la legislatura o la Corte Suprema. ¿Por qué? ¿Por qué si es que -en todo caso- son tales instituciones las que han fallado y las que más permeables se muestran frente a las presiones de grupos de interés?
Grandes
tratadistas sostienen -sin razón alguna- que "sobre las cuestiones de derechos
no se discute" o que "los temas de derechos fundamentales deben ser
ajenos a la discusión democrática". Pero se trata de puros dogmas a los
que nos tienen acostumbrados. De hecho, todos los días discutimos sobre el
contenido, la forma y el alcance de los derechos fundamentales, y resultaría
ofensivo que no pudiéramos hacerlo. Por caso: discutimos recientemente, en todo
el país, en torno a los alcances de la libertad de expresión y la "ley de
medios"; o sobre la "ley de matrimonio igualitario". Discutimos
también sobre las reglas básicas de la democracia (voto electrónico, sistemas
electorales, etcétera). ¿Cuál es el problema de hacerlo?
Las únicas restricciones que vería justificadas son las que derivan de mi afirmación inicial. En primer lugar, al decir que todos los "asuntos públicos" deberían quedar sujetos a "procesos de reflexión colectiva", quise negar la posibilidad de que ciertos asuntos -los "asuntos privados", es decir, los relacionados con nuestra vida privada (nuestra fe, nuestras creencias, nuestra sexualidad, nuestras ideas políticas, etcétera)- queden sujetos a una decisión democrática. El tema nos abre a otra discusión inmensa, aunque ya muy transitada. De todos modos, y dado que los temas que el artículo 39 excluye de nuestro control colectivo son asuntos de moral pública, y no privada, voy a dejar dicha discusión para otra oportunidad.
En segundo lugar, al decir que los asuntos públicos deben quedar sujetos a "procesos de reflexión colectiva", estoy calificando de modo importante la cuestión en juego, ya que no parto de una idea cualquiera de democracia. Entiendo a la democracia como una discusión inclusiva, cuyos procedimientos deben ayudarnos a obtener información de la que carecemos, a escuchar y a responder a argumentos que no son los nuestros.
Desde tal punto de vista, herramientas como el plebiscito o la iniciativa popular son instrumentos prometedores, pero también muy riesgosos porque son fáciles de manipular por quienes los organizan. Cuando advertimos esto, el problema se pone más interesante. Y es que, contra lo que se nos dice, el foco del problema pasa a quedar más del lado de los representantes que de los ciudadanos. Por eso, Augusto Pinochet convocó a un plebiscito en Chile -¡que perdió!- a pesar de haber asegurado previamente fuertes limitaciones sobre la actividad de los sindicatos, los partidos políticos y la prensa opositora. Adviértase entonces la paradoja: la cuestión no es impedir que la ciudadanía participe o fijar límites sustantivos sobre los temas que ella puede tratar. Lo que importa, más bien, es fijar buenos procedimientos que impidan que el poder de turno degrade o tuerza las reglas a su favor en esas consultas abiertas.
De todo lo anterior, derivaría sobre todo dos enseñanzas. La primera es que son los dirigentes más que "el pueblo" los que necesitan de límites y de controles estrictos. Esto no significa decir que el pueblo "nunca se equivoca". Por supuesto que no: todos nos podemos equivocar, Juan, María, el presidente, el pueblo, cualquiera. El problema es asumir -como asume la Constitución- que el pueblo (y no sus representantes), es el que tiende a equivocarse. La segunda enseñanza es que hay mejores y peores mecanismos para que la ciudadanía intervenga políticamente. Los plebiscitos son herramientas interesantes, en la medida en que estén organizados a través de reglas que aseguren la discusión previa (algo de eso se intentó hacer antes del plebiscito por el acuerdo de paz entre Argentina y Chile), aunque en general pecan por simplificar hasta lo absurdo discusiones normalmente muy complejas (algo de esto, podría decirse, pasó con los mal montados plebiscitos de Gran Bretaña y Colombia). Por ello, la pregunta relevante es cómo limitar el poder que le dejamos a la dirigencia política, empresarial o sindical, en torno a los asuntos que más nos importan.
(*) Sociólogo
y abogado; su último libro es "Castigar al prójimo"
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar
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